Foto de perfil de alberto alberto · · Actualidad · abc.es · 1 day ago · ·
Imagen 1 de La Tercera | Juan Carlos
El cielo estaba bajo sobre una Roma sombría y resentida. Los altavoces difundían las notas del 'Réquiem' de Mozart. Desfilábamos en un silencio marcado por los eslóganes bajo las ventanas cerradas de la Embajada, en la plaza de España, vigilada por un doble cordón policial. Debía de ser el primer o segundo sábado de octubre de 1975. El franquismo se llevaba por delante a sus últimas víctimas: tres militantes del FRAP, el frente marxista revolucionario , y dos de ETA, la organización terrorista vasca, acababan de ser condenados a muerte y ejecutados. Según los historiadores, quizás el dictador, agonizante al igual que su régimen, ya no era consciente de lo que ocurría a su alrededor. Un final shakespeariano para un personaje que, en su árido y astuto sentido del poder, amaba muy poco a los artistas e intelectuales, sabiendo que no era correspondido.Nosotros, en cambio, habíamos aprendido a conocer España precisamente a través de sus representantes culturales, fueran tolerados o exiliados. Corríamos a los cineclubes de Prati o Campo de' Fiori que proyectaban las películas de Saura y Berlanga. Ferreri había rodado en Madrid, con guion de Azcona, sus mejores películas, como 'El Cochecito'. Un año antes se había estrenado 'El fantasma de la libertad' de Buñuel, que, aunque ambientada en Francia, nos pareció una metáfora profética del despertar de España del fanatismo oscurantista, con los frailes jugando al póker con crucifijos y escapularios en una posada que parecía salida de las páginas de Don Quijote. En Trastevere, Alberti y su esposa recibían entre pintores, bailarinas, teatreros y soñadores varios, en un generoso desorden tardosurrealista. En el Aventino, donde vivía con mis padres, entre monasterios y villas custodiadas por gatos desconfiados, uno podía encontrarse con Dalí disfrazado de Dalí, y con su musa-valquiria Amanda Lear, que lo tiraba por los bigotes con una correa trenzada de hilos de oro. ¿Quién sabe si me crucé con la entonces desconocida María Zambrano junto a la bellísima Cristina Campo , que vivía a pocos pasos de mi casa? En el corazón de la vieja Roma, en la plaza Campitelli, operaba, probablemente con subvenciones de la CIA, una Unión por la libertad de la cultura de tendencia oficialmente liberal-socialista pero sobre todo anticomunista y antisoviética. Era habitual que acudiesen generales y almirantes retirados con gafas oscuras, señoras con sombrerito y perros salchicha, y famélicos exiliados balcánicos, en busca de un muslo de pollo del buffet para llevar a casa. Los conferenciantes españoles eran numerosos. Una noche, fue el turno de Salvador de Madariaga, que me pareció viejísimo y miope como una tortuga sabia. Disertaba con el filósofo Ugo Spirito ('nomen est omen') sobre Parménides y Platón, como si hubieran cenado con ellos la noche anterior. Cuando me acerqué tímidamente para que me firmara un libro suyo, don Salvador me entretuvo durante unos diez minutos, como si yo fuera sir Eric Drummond, en su época secretario general de la Sociedad de Naciones. Ignoro si tuve este privilegio por su cortesía de antiguo caballero gallego o porque se aburría esperando el coche que debía llevarlo al hotel. Raramente he experimentado en mi vida el impacto de una personalidad tan serena e implacable. ¿No existe una inteligencia superior? Claro que existe, y se manifiesta a través del recuerdo y las preguntas que seguirá suscitando en nosotros durante décadas.He visto una sola vez, y no demasiado de cerca, a quien se convertiría en el nuevo Rey de España. Ocurrió un par de años antes, en el palacio más fastuoso, si no el más bello de la aristocracia romana, que abría sus jardines y salones a un millar de invitados en honor del Heredero al trono, nacido como se sabe en la capital y ahijado de la dueña de la casa. La escena era digna de Goya, con la princesa, vestida de negro y paralítica, precedida por dos pajes con librea que llevaban candelabros llameantes, y seguida por otros dos que empujaban la silla de ruedas entre los presentes, que se arrodillaban como si estuvieran ante una procesión sagrada. Apenas tuve tiempo de entrever a Juan Carlos porque las puertas se cerraron tras los invitados más importantes, admitidos al almuerzo de gala, mientras los demás, entre los que naturalmente me encontraba yo, nos quedamos fuera. Me pareció, como a todos, un joven apuesto, deportivo y de modales desenfadados, sonriente y claramente no indiferente a las jóvenes en flor de la alta sociedad que revoloteaban a su alrededor, en ausencia de su esposa Sofía. ¿Carismático? No lo diría. «¡He aquí al hombre que cambiará España!», pronunció un viejo diplomático con la solemnidad de los diplomáticos veteranos cuando imitan a Chateaubriand. «¡España la cambiarán los españoles!», replicó un conocido periodista progresista. Y aquel día todo terminó ahí.Ese intercambio de frases volvió a mi memoria tras el intento de golpe de Estado de febrero de 1981 . No tengo la presunción de añadir mi voz a las miles de páginas escritas sobre aquel episodio: me parece que falta solo una serie de Netflix. Me encontraba entonces en Bruselas, como funcionario principiante. España, protagonista de un impresionante despegue económico y social, ya negociaba las condiciones de acceso a la entonces Comunidad Económica Europea. Las perspectivas eran buenas y las principales controversias estaban relacionadas con sectores como la agricultura y la siderurgia, no con la estabilidad democrática del país, que todos daban ya por firme y consolidada. Cuando se difundieron las imágenes del intento de golpe y se conoció la reacción del joven soberano, la impresión general fue que el comportamiento de Juan Carlos había salvado no tanto la democracia, que ya no podía ser puesta en entredicho por cuatro nostálgicos escuadrones de opereta, sino la monarquía española. Lo escribo por lo poco que pueda valer mi testimonio.Antes y sobre todo después de aquel evento, Juan Carlos I, magníficamente asistido por la Reina, se convirtió en uno de los jefes de Estado más populares de Occidente, y sé por una fuente segura que nadie le tuvo más celos de él que Giscard d'Estaing, cuya carrera política terminaba precisamente entonces. Encarnaba de forma creíble un país moderno, dinámico, deseoso de volver a entrar en la historia maestra. Mientras tanto, yo había llegado a Moscú y también allí se observaba con interés a este monarca tan atípico para los cánones interpretativos del socialismo real. En Italia, además, fuimos testigos de un fenómeno de esos que de vez en cuando alegran el corazón, porque de Juan Carlos no se enamoraron solo las mujeres, sino también un octogenario, recalcitrante militante socialista con un carácter imposible, que era nuestro presidente de la República, Sandro Pertini. La afinidad entre los dos hombres, tan distintos en edad, procedencia e historia personal, no fue nunca tan evidente para el gran público como durante la final Italia-Alemania del Mundial de fútbol en Madrid en 1982, donde el monarca, aunque con discreción regia, no ocultó que animaba a nuestro equipo.No puedo añadir mucho más, no habiendo tenido otras ocasiones de seguir la trayectoria de Juan Carlos I. He leído algunas de sus biografías, ninguna de las cuales me ha parecido que muestre el fondo de un hombre más reservado y retraído que su imagen pública, como corresponde, por lo demás, a un soberano. Más allá de las emociones y las crónicas, la suya es una de las pocas figuras contemporáneas cuya acción parece ya entregada, en vida, al juicio de la historia. ¿Un privilegio? No lo sé: la historia, para juzgar, necesita distancia y tiempo, a veces mucho tiempo.SOBRE EL AUTOR Maurizio Serra es escritor y miembro de la Academia Francesa (Traducción: Miriam Barrondo Domínguez)

Comentarios