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#Cuevas
#arañas
Más de 110.000 arañas conviven en una cueva entre Albania y Grecia, en una telaraña Apestosa, esponjosa y monumental
eldia
Más de 110.000 arañas conviven en una cueva entre Albania y Grecia, en una telaraña Apestosa, esponjosa y monumental
En los Balcanes, en un oscuro pasadizo que conecta Albania y Grecia, se esconde una de las estructuras naturales más sorprendentes descubiertas en los últimos años: una telaraña de más de 106 metros cuadrados, considerada la más grande del mundo. Lo que para muchos sería el material de una pesadilla es, para la ciencia, una ventana inédita a la cooperación entre especies que normalmente se devoran entre sí. El hallazgo fue documentado por un equipo internacional de biólogos liderado por Blerina Vrenozi, de la Universidad de Tirana, y publicado en la revista Subterranean Biology en octubre de 2025.
La cueva, conocida como Sulfur Cave o Cueva del Azufre, se mantiene a una temperatura constante de unos 26 °C y está impregnada de gas sulfhídrico, lo que le da un olor penetrante a huevos podridos. “Lo único que podías oler era hidrógeno sulfuroso, y no puedes respirar”, explicó Vrenozi al New York Times, recordando que el equipo tuvo que usar máscaras y trajes de neopreno para adentrarse en el lugar. Dentro, bajo la tenue luz de sus linternas, descubrieron un entramado blanco y gris que “parecía resplandecer” con el movimiento de la seda: un mosaico de miles de telarañas individuales en forma de embudo que se entrelazan en un mismo ecosistema.
El número de habitantes de esta “metrópolis arácnida” es asombroso: 111.000 arañas de dos especies distintas, Tegenaria domestica y Prinerigone vagans. En condiciones normales, la primera suele devorar a la segunda. Pero en la oscuridad total de la cueva, esta relación parece haber mutado. “Nuestra hipótesis era que, como está oscuro, no se ven. Por eso no se atacan”, dijo Vrenozi. De este modo, ambas especies cooperan en un hábitat que desafía su naturaleza solitaria y agresiva.
¿Cómo es posible?
El secreto de esta convivencia podría estar en el abundante alimento que ofrece la cueva: los científicos estiman que viven allí más de 2,4 millones de mosquitos, alimentados a su vez por microbios que prosperan en el agua sulfurosa del río Sarantaporos. Es una cadena ecológica cerrada (microbios, mosquitos, arañas) que ha dado lugar a una forma de vida colectiva sin precedentes.
Las observaciones genéticas confirmaron que las arañas del interior presentan variaciones respecto a sus parientes exteriores, un indicio de adaptación evolutiva. El estudio propone que las condiciones extremas (oscuridad, gases tóxicos, aislamiento) fomentaron el surgimiento de una “comunidad singular” que podría representar una forma temprana de socialización entre especies tradicionalmente solitarias.
El descubrimiento no estuvo exento de dificultad. Para llegar hasta la red, los científicos debieron vadear el río con el agua hasta el pecho, colgados de cuerdas y cubiertos con trajes de protección. “Fue pura adrenalina para los biólogos”, contó Vrenozi. Cuando iluminaron las paredes, la red brillaba como un tejido vivo, una superficie palpitante de seda que cubría el techo y el suelo de la caverna. Al tocarla, explicó la investigadora, la tela resultaba “muy suave y rebotaba. Era muy esponjosa”.
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Más de 110.000 arañas conviven en una cueva entre Albania y Grecia, en una telaraña Apestosa, esponjosa y monumental
En los Balcanes, en un oscuro pasadizo que conecta Albania y Grecia, se esconde una de las estructuras naturales más sorprendentes descubiertas en los últimos años: una telaraña de más de 106 metros cuadrados, considerada la más grande del mundo. Lo que para muchos sería el material de una pesadilla es, para la ciencia, una ventana inédita a la cooperación entre especies que normalmente se devoran entre sí. El hallazgo fue documentado por un equipo internacional de biólogos liderado por Blerina Vrenozi, de la Universidad de Tirana, y publicado en la revista Subterranean Biology en octubre de 2025.
La cueva, conocida como Sulfur Cave o Cueva del Azufre, se mantiene a una temperatura constante de unos 26 °C y está impregnada de gas sulfhídrico, lo que le da un olor penetrante a huevos podridos. “Lo único que podías oler era hidrógeno sulfuroso, y no puedes respirar”, explicó Vrenozi al New York Times, recordando que el equipo tuvo que usar máscaras y trajes de neopreno para adentrarse en el lugar. Dentro, bajo la tenue luz de sus linternas, descubrieron un entramado blanco y gris que “parecía resplandecer” con el movimiento de la seda: un mosaico de miles de telarañas individuales en forma de embudo que se entrelazan en un mismo ecosistema.
El número de habitantes de esta “metrópolis arácnida” es asombroso: 111.000 arañas de dos especies distintas, Tegenaria domestica y Prinerigone vagans. En condiciones normales, la primera suele devorar a la segunda. Pero en la oscuridad total de la cueva, esta relación parece haber mutado. “Nuestra hipótesis era que, como está oscuro, no se ven. Por eso no se atacan”, dijo Vrenozi. De este modo, ambas especies cooperan en un hábitat que desafía su naturaleza solitaria y agresiva.
¿Cómo es posible?
El secreto de esta convivencia podría estar en el abundante alimento que ofrece la cueva: los científicos estiman que viven allí más de 2,4 millones de mosquitos, alimentados a su vez por microbios que prosperan en el agua sulfurosa del río Sarantaporos. Es una cadena ecológica cerrada (microbios, mosquitos, arañas) que ha dado lugar a una forma de vida colectiva sin precedentes.
Las observaciones genéticas confirmaron que las arañas del interior presentan variaciones respecto a sus parientes exteriores, un indicio de adaptación evolutiva. El estudio propone que las condiciones extremas (oscuridad, gases tóxicos, aislamiento) fomentaron el surgimiento de una “comunidad singular” que podría representar una forma temprana de socialización entre especies tradicionalmente solitarias.
El descubrimiento no estuvo exento de dificultad. Para llegar hasta la red, los científicos debieron vadear el río con el agua hasta el pecho, colgados de cuerdas y cubiertos con trajes de protección. “Fue pura adrenalina para los biólogos”, contó Vrenozi. Cuando iluminaron las paredes, la red brillaba como un tejido vivo, una superficie palpitante de seda que cubría el techo y el suelo de la caverna. Al tocarla, explicó la investigadora, la tela resultaba “muy suave y rebotaba. Era muy esponjosa”.
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